Hay que ver cómo cambian las cosas a medida que nos adentramos en el último mes del año.
Las calles lucen sus mejores galas. Iluminación navideña a troche y moche a cargo del erario público. Los centros comerciales y grandes superficies sacan toda la parafernalia decorativa para incitarnos a consumir, más aún, si cabe. La televisión nos bombardea a todas horas con anuncios de turrones, cavas, lotería, videoconsolas para matar marcianitos (o ancianas al cruzar la calle, tanto da) y muñecas que hacen caca y pis, o les baja la regla o se quedan preñadas, y dicen papá o mamá o ponme un piso, chulazo mío.
Fiestas de guardar. Pero guardamos bien poco. Hay que consumir hasta que la Visa eche humo. Cenas y comidas pantagruélicas, vinos y licores por un tubo, turrones y dulces hasta en la sopa, regalos a tutiplén para toda la familia y para todo hijo de vecino. Que no falte.
Aparte del consumo irracional e ilimitado, también somos ilimitados para ser cínicos, hipócritas y soplapollas. En estas fiestas todos nos amamos y queremos como nunca. Las viejas rencillas, odios y venganzas los aparcamos durante estos días. Es Navidad, carajo, ¿cómo voy a llevarme mal con la vecina, aunque la muy hija de puta me sacuda el mantel encima de los geranios? Y esta estupidez y falsedad caramelizada alcanza ya límites vomitivos cuando, tras tomarnos las uvas, nos encontramos en bares, discotecas y cotillones y nos dedicamos a besar a todo cristo. Sean conocidos o no. Incluso a nuestros enemigos irreconciliables. ¡¡Feliz Año Nuevo!! Muac, muac. Hay que joderse.
No va a pecar el arriba firmante de pureta. Soy el primero en degustar el turrón (de chocolate sobre todo, ¿qué quieren? “llevo un año esperando”) y en abrir la mejor botella de vino de mi bodega particular. Desde que era un tierno infante he sido el encargado de colocar la decoración navideña. Y aunque estas fiestas cada vez me gustan menos (por todo lo anterior y porque coinciden con mi cumpleaños y eso de hacerme un año más viejo lo llevo fatal) sigo haciéndolo aunque no sea más que para ver la carilla de alegría de mi sobrino cuando se topa con el abeto iluminado. Y este año no habrá de ser una excepción.
No estoy en contra de las celebraciones. Todo lo contrario. La vida es tan puta y efímera que lo mucho o poco que disfrutemos es lo que nos vamos a llevar con nosotros a criar malvas. Pero hoy la celebración de la Navidad ya no tiene el carácter cristiano de antaño. Se ha convertido en una de esas fiestas patrocinadas por El Corte Inglés y Eroski al estilo del día de los enamorados, el del padre, la madre o de la bisnieta segunda por parte de cuñada. Donde lo poco que hemos podido ahorrar en 365 días, si la hipoteca y el BBVA nos lo han permitido, lo invertimos en una vorágine de consumo sin pies ni cabeza, jaleada por los analfabetos y cutres que nos gobiernan, ya que ello es síntoma de que la economía marcha sobre ruedas. España va bien y esas cosas.
El arriba firmante dejó hace tiempo de creer en dioses y vírgenes. Aunque se considera devoto, o cuanto menos hooligan, de María Magdalena, patrona de los pecadores, y de San Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas. Más pecador y causa perdida que yo no encontrarán ustedes, háganme caso. Pero si el niño Jesús cuando vino al mundo hubiera sabido cómo celebramos 2000 años después su nacimiento, hubiera echado a correr para arrojarse en los brazos de Herodes, no sin antes mentarnos a la madre y a los muertos. Y si lo hubieran sabido la Virgen y San José habrían convertido el pesebre en una franquicia del Carrefour. Con razón.
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Óscar Gómez Mera