La guía roja de Michelín es la más antigua de las publicaciones turísticas, nacida en 1900 para dar servicio a los primeros viajeros en automóvil, pasa en la actualidad por ser una guía que recopila información sobre establecimientos hosteleros de prácticamente la totalidad de Europa. Anualmente se actualizan sus contenidos realizados por profesionales cualificados, basando en la fiabilidad su clave del éxito.
Especial interés despierta sus famosas estrellas de la buena mesa que orientan los pasos de los gastrónomos más exigentes. Los amantes de la buena mesa, aficionados o profesionales, cada año esperan ansiosos las calificaciones gastronómicas que ofrece la guía roja y colman de estrellas el firmamento culinario. Sus devotos, encauzados por su capacidad económica siguen la estela de los astros que mas les brille.
La selección de establecimientos se realiza de manera voluntaria, remarcando sus responsables que las valoraciones en sus apuntes terrenales se fijarán por el contenido del plato, la calidad de los productos frescos, la creatividad de las recetas o la mezcla de los sabores que presenta la elaboración.
Estos criterios son los que ponemos en tela de juicio. No los desestimamos pues parecen sensatos, pese a la subjetividad de los mismos que ahonda en la dificultad de desentrañar que principios llevan a un inspector a un sitio y no a otros. Pero sin duda echamos en faltas otras valoraciones fundamentales para poder calificar un establecimiento de estelar. Tradición profesional (eludir modas pasajeras carentes de fondo sustancioso), respeto por la profesión o mas importante aún, cumplir con los derechos laborales de sus trabajadores son a mi entender reglas de valoración éticas que deberían regir en todo buen análisis valorativo que se precie. Y es precisamente ahí donde mi experiencia personal me lleva a bajar a esos engalanados dioses del olimpo gastronómico al mas bajo de los apelativos morales.
Desmitifiquemos estos gurús mediaticos. Reconozcamos el profuso trabajo llevado a cabo en sus extensas y brillantes carreras profesionales, aplaudamos el esfuerzo de investigación y evolución por la tan poca reconocida labor de la cocina, pero situemos las cosas en su sitio. No todo es tan bonito: Aprovechamiento de personal en prácticas para realizar el trabajo, extensión de la jornada laboral al infinito, decrépitas cocinas escondidas ante majestuosos comedores, prácticas culinarias muy cuestionables, la sobredimesión en los precios, los rumores sobre la compra del galardón y un largo etcétera, ponen en tela de juicio el valor de tan afamadas estrellas de las que sus obsequiados se vanaglorian.
Nosotros como consumidores y en casos como el mío, de gran enamorado de la gastronomía, tenemos la obligación de saber elegir nuestros propios criterios de selección como clientes. Parecer no es lo mismo que ser, y ante esto son incontables las personas que llevan ejerciendo su labor profesional durante años, en silencio, con un profuso amor por la materia y que jamás serán así lauredos. Hay que esforzarse en ir quitando máscaras, reconocer y difundir aquellas gentes y lugares que, por su entrega y cariño sincero y sin trampas, hacen del comer un placer vigente y un hermoso recuerdo perdurable en la memoria.
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