Por Riki Callejo
La cocina y el erotismo, actividades evolucionadas por el hombre, concurren en la obtención de placer colmando las necesidades del organismo, y tras el acto de amor sensual y profundo, alcanzan el disfrute de los sentidos y el deleite de los cuerpos.
La cocina y el erotismo descubren su vínculo mediante la búsqueda del placer por parte del hombre. La alimentación, basamento de la conservación de la especie humana, se convierte gracias al eterno proceso de civilización, en la ciencia de la gastronomía y, pese a las temporales muestras desgraciadas de regresión expuestas por el hombre, es una propiedad exclusiva suya, donde apoyado en la sublimación de los sentidos, consiguen crear la belleza y el procurarnos placer. A la par, el erotismo, sentido amparado en la necesidad de procrear la especie, sublima la pasión del amor exacerbado.
Por tanto, la cocina y el erotismo discurren y se entremezclan por sus caminos paralelos. La elaboración de los alimentos se transforma en todo un proceso espléndido de seducción. Una, la cocina, nos ofrece sus artes para llegar a la otra, el erotismo, colmando la necesidad del cuerpo y del alma y gozar de un bienestar particular, donde el cocinar pasa a ser un acto de amor continuo, profundo y sensual. Iniciado en el campo de la invitación, el arte de la mesa es, ante todo, el arte de invitar, el gozo compartido de la buena mesa, de su excelente presentación, percibida de la forma más cautivadora, despierta el gran deleite de la contemplación y la degustación. Es el lugar donde la comunicación y la convivencia hacen florecer una corriente de simpatía y buen humor que impactará en la memoria, marcándola con nostalgia y agradeciendo tan feliz ocasión, transformando el acto de comer en un rito, en un placer espiritual.
La elección del menú de los más puros ingredientes, se realiza pensando en agradar al seducido, de acuerdo al gusto del invitado. Todo lo precedente será la preparación de nuestros sentidos para la degustación del plato escogido, mezcla perfecta de olores, sabores y texturas, presentado de la manera más bella. Es el punto culminante, álgido, inconmovible que atenuará nuestras sensaciones de todo lo que venga, descubriendo un acto grandioso de erotismo.
En el transcurso de la historia encontramos múltiples evidencias de unión entre cocina y erotismo. Tanto griegos como romanos y, por supuesto el mundo oriental, han empleado la invitación a la comida como antesala de la seducción, en una constante de los usos amorosos como treta permanente. Pero la ciencia nos descubre la temprana conclusión que solo reconoce como afrodisíacos algunos productos químicos, aunque no garantiza ningún tipo de seducción. Todas las hierbas, pescados, mariscos, todas las carnes son eróticas si se toman con intención erótica. No hay mayor seducción que la autosugestión, de ahí la necesidad de cuidados y esmeros para lograr despertar el arrebato del nido de las pasiones.
Aquí en nuestro entorno, en los países del mediterráneo, hallamos numerosos indicios de erotismo en la cocina. Es una gastronomía conocida por ser rica en platos reputados como excitantes, y su saber popular es pródigo en pintorescos filtros de amor, extrañas mezclas capaces de hacerse amar por una joven, volver loco de amor a un hombre, hacer a un mozo impotente, aumentar anatómicamente la potencia de un varón, etc.
La cocina italiana alcanzó un alto grado de refinamiento y perfección, pues sus cocineros
fueron verdaderos innovadores que simplificaron la tosca cocina medieval y la convirtieron en la mejor del mundo allá por el siglo XVI. Figuras como Catalina de Médici popularizaron el uso del azafrán o la alcachofa como excitantes, y exportó la receta de "El pastel de crestas, higadillos y testículos de gallo" y el uso de las trufas con similares propiedades estimulantes.
Mientras, en Francia, Nostradamus apostaba por el azúcar, costoso en la época, para los hombres que no cumplían con su deber. Y Richeliau no pudo contenerse ante los gozos otorgados por el chocolate. Y así se llega al siglo XVIII, enteramente francés, el amor y la cocina se vuelven franceses, es el siglo del placer. En el que juegan todos los sentidos, la escenografía, la mise en scéne, etc., y los platos presentan una clara alusión a los placeres carnales, por su sabor, su morfología, por su olor o su textura. Es el juego dialéctico en la mesa. La atmósfera se inicia con un menú en el que están presentes las ostras, las trufas, las ancas de rana, los mariscos y el efecto embriagador del vino, en una combinación de alcoba y comedor, que podía llegar a ser literal.
En nuestras tradiciones españolas, las mujeres honestas salían poco de sus casas como no fuera para asistir al oficio religioso, o asistir a las tertulias femeninas. En la época de Felipe IV era manifiesta la sensualidad desenfrenada y las uniones irregulares entre hombres y mujeres, que daba pie a una fauna de pícaros que vivían a su costa, preparando ensalmos y filtros amorosos. En estas prácticas era muy usado el membrillo, al que se atribuían virtudes para atraer el amor, así como el aguacate, la papa o vainilla llegados de la Indias. Las recetas estaban fuertemente sazonadas con abuso de especias y plantas aromáticas. Destacan "el capón relleno de ostiones", "la fruta de caña", "el cigote de liebre", "el membrillo y el hinojo asado" y distintas modalidades a partir de trufas.
En la literatura son igualmente nutridos los esfuerzos entregados que podemos encontrar: Isabel Allende en Afrodita se encomienda a la diosa nacida de la espuma, para mezclar con buen tino cocina y sensualidad, olores y erotismo en un compendio de relatos, recetas y fórmulas de afrodisíacos. ''Me arrepiento de las dietas, de los platos deliciosos rechazados por vanidad, tanto como lamento las ocasiones de hacer el amor que he dejado pasar por ocuparme de tareas pendientes o por virtud puritana''. Así comienza Isabel Allende este excitante viaje por olores, gustos y tactos en el que se mezclan exóticos ingredientes, aromas de especias y recomendaciones amorosas que incitan al disfrute de los sentidos y el placer de los cuerpos. Para ella, no hay nada más erótico que un hombre desnudo cocinando.
Laura Esquivel, en su obra Como agua para chocolate, descubrió a los lectores la efervescencia amorosa que surge tras degustar codornices con pétalos de rosa o el poder de recobrar la memoria que puede tener un caldo de colita de res. El libro, publicado en 1989, fue traducido a más de 30 idiomas y llevado con éxito al cine. Y como reconoce su autora "El amor, que da sentido a todo, es lo que hace de dos cosas una, y en la cocina uno hace precisamente eso".
Recientemente en nuestro país, Andrés Madrigal, Chef del Restaurante Balzac de Madrid, acaba de publicar Placeres de alcoba, donde repasa el estrecho vínculo entre cocina, erotismo y literatura, afirmando cómo todo lo que rodea al arte nos produce sensaciones de placer o de sentimiento, donde "el arte de cocinar nos puede ayudar a disfrutar del momento erótico con mas delicadeza".
Por tanto, la cocina puede ser un arma para la seducción, un instrumento para el erotismo y ambas, el erotismo y la seducción, deben ser ingredientes imprescindibles en la buena cocina. Esto da lugar a la unión de ambas artes, que, compartidas en su realización por el amor entregado y presididas por la armonía, dan la oportunidad de disfrutar de la mesa repleta de viandas, con escarchados y pulposos frutos, con vinos y licores ardientes, sirviendo de marco a un lienzo colmado por ojos dulces, de labios salados, escotes ácidos y nostalgias amargas. Convirtiendo la necesidad vital de alimentarse en la celebración extasiada de los sentidos, donde lo mejor que puede hacer el seducido es sucumbir al delirio placentero.
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